Recientemente (marzo, 2020), en un medio de comunicación costarricense liderado por un reconocido periodista, uno de sus entrevistados afirmó, más o menos, lo siguiente:
Que hable la ciencia, que lidere la ciencia y la medicina, y la política tiene que tomar su lugar atrás, aportando lo que se puede. Pero aquí tiene que hablar la ciencia.
La afirmación se hace en el contexto de la pandemia por el COVID-19 que nos ocupa a todos, de una u otra forma. También, de alguna forma, fue una reacción antes las decisiones políticas que han tomado otros gobernantes ante la crisis que vivimos de forma global. Pero una postura de viejo abolengo también. Lejos de generar polémica por estas declaraciones, las afirmaciones me permiten contextualizar un tema y desarrollarlo: el tema de la verdad en la ciencia. No siempre se puede aceptar sumisamente la verdad de la ciencia. Existen otras verdades que son fundamentales en sociedad.
Recordé aquellos momentos ingenuos, pero tenebrosos del periodo medieval, donde la escolástica fue la corriente de pensamiento que se impuso a través de un discurso de verdad que pretendía amalgamar fe y razón: la razón estaba subordinada a los misterios de la fe. La filosofía era simplemente la sierva de la teología: philosophia ancilla theologiae
Seguimos conceptualmente equivocados. Equiparamos ciencia con verdad o reducimos la verdad a una ciencia en particular. La verdad es un constructo conceptual que encuentra validez en un sistema de creencias. Este sistema de creencias puede encontrar respaldo indistintamente en el mito como en la racionalidad, ese portento humano dogmático e incuestionable…
A través de la historia humana hemos interpretado la realidad a través de paradigmas, modelos de pensamiento que luchan por alcanzar el estatuto epistemológico de verdad universal. Pero la misma historia nos muestra que muchas de nuestras concepciones estaban equivocadas.
Luego, la concepción de verdad puede ser pragmatista, justificando en la utilidad práctica la verdad de las cosas. Una ciencia puede caer en esta concepción pragmatista y justificar todo tipo de acción en nombre de una supuesta verdad, incluso la legitimación de un mercado o comercio mundial. La verdad puede ser ególatra y autorreferencial: yo soy la verdad, el camino y la vida… Esto último nos dice que la persona en cuestión cuenta con la legitimidad epistemológica y el método para conocer los designios biológicos del universo… Así, ¿quién puede cuestionar esto? El resto de los mortales, que no hacemos ciencia verdadera, debemos ser espectadores pasivos y seguir tras los senderos de la verdad.
La ciencia en general y la medicina en particular, están sombreadas de traiciones. Los periodistas Langbein y Ehgartner[1] [2] publicaron un libro en el año 2002 donde ponen al descubierto lo que ellos consideran los negocios sucios y la corrupción en el sistema sanitario. Señalan, de forma preliminar, los impresionantes éxitos de estudios monocausales (entiéndase, la cura a X enfermedad), que son generalmente financiados por los mismos fabricantes del producto. Luego, estos estudios se publican en revistas médicas prestigiosas. Tras este mercadeo, las transnacionales movilizan a sus agentes comerciales hacia todos los rincones del mundo a comercializar estas curas milagrosas. Al poco tiempo, se pone en marcha, a través de la industria médica, la “maquinaria expendedora de recetas”. Se legitima una industria mundial que crea toda una cadena de interés comercial, donde el paciente es víctima de una terapia farmacológica agresiva. La investigación científica o biomédica no es emblema de verdad incuestionable.
Cualquier lector interesado puede buscar información sobre fraudes científicos. Existen muchos casos de estudios fraudulentos. Algunos han afirmado la clonación de un embrión humano y la posterior extracción de células madre para el tratamiento de diferentes enfermedades, entre ellas el párkinson o la diabetes, por citar un ejemplo. Súmese a esto, experimentos científicos crueles o incuestionables, que han victimizado tanto a seres humanos como a animales indefensos.
Muchas revistas académicas están atestadas de retracciones de artículos que fueron jubilosamente aceptados en nombre de la verdad científica. El fraude científico es una verdad social. El plagio, el uso de datos falsos, la inexistente replicación de estudios, muestras no existentes, participantes fantasmas en estudios… Etcétera. No se puede perder vista, tampoco, el financiamiento o fondos que se destinan para buscar verdades científicas y que luego presentan malversación de fondos.
Y aquí surge un primer problema bioético sobre la pretensión de equiparar ciencia con verdad: la utilización de estos datos verdaderos en la práctica sanitaria. Partir de un suelo inestable pero pintado de verdad, puede generar riesgos sociales de todo tipo. Pero este es el resultado de una falsa concepción de verdad. De pretender cierta equivalencia racional entre verdad y rectitud de un acto. En este sentido, el asunto de la verdad, se vuelve un asunto de interés bioético. Del hecho de que se trate de una verdad científica, no se sigue una acción ética o bioética aceptable.
La apelación a la verdad es un acto místico. En el habla cotidiana, cuando conversamos, y nuestro interlocutor lanza algo no creíble de entrada, lo primero que hacemos es preguntar ¿de verdad?, y la respuesta afirmativa nos da seguridad epistemológica y emocional…
Buscar la verdad, como se dice, no es un asunto de verificar en la experiencia una hipótesis. Retrocedemos epistemológicamente si equiparamos verdad con verificación empírica. Este es otro asunto. Asumir que solo desde la ciencia se habla en nombre de la verdad, y que el resto de mortales debemos sumisamente aceptar lo que los tribunales de la ciencia dicen, sigue dejando un inmenso portillo a la investigación científica sin orientación ética o bioética.
¿Y puede hacerse algo desde la bioética? En principio sí, siempre que se toman en cuenta sus ideales filosóficos. La noción de bioética interdisciplinaria construye consensos a partir de nociones variadas de verdad.
Se puede determinar la verdad de una práctica científica, y sus aplicaciones prácticas. Pero faltaría un detalle básico: si el resultado se hace bajo estándares bioéticos que garanticen los medios correctos para llegar a ese resultado. La experimentación científica en nombre de la verdad y al margen de protocolos bioéticos ha causado sufrimiento a muchos seres vivos, tanto a seres humanos como a animales.
Un aporte que la bioética puede hacer, tomando en cuenta muchas otras disciplinas, es deslegitimar ese discurso de poder de una ciencia por la verdad. Los enfoques o concepciones epistemológicas de otras disciplinas académicas permiten construir una concepción de verdad científica más sólida y bioéticamente aceptable.
Hemos vivido una historia atestada de experimentos crueles, donde sus promotores lo hacían en nombre de la vedad científica. Quizás otras verdades, con capacidad de participación y acción, pudieron haber advertido que las acciones que se tomaban no eran éticamente correctas. Pero no se podía. Era la ciencia la que lideraba, la que hablaba. Los demás tenían que estar detrás, sirviendo, contemplando cómo se levantaban los cimientos de la verdad.
Quizás en la actualidad la cultura bioética pueda generar ese giro epistemológico y cambiar el sistema de creencias de una ciencia que habla en nombre de la verdad, por una ciencia más humilde. Una ciencia que reconozca que no se autofecunda, que ocupa del patrocinio político, de las estructuras sociales que le permiten subsistir. Una ciencia que gire su mirada hacia otras disciplinas que le puedan permitir construir nociones más robustas de verdad.
La bioética parece necesaria. Nos recuerda que ya no estamos en el Olimpo. No se niega la importancia de la ciencia. Negar esto es negar la propia naturaleza curiosa del ser humano. No obstante, no podemos caer en un discurso de verdad incuestionable en estos tiempos. De hacerlo, seguiríamos dejando el portón abierto a una cierta ciencia que se aprovecha álgidamente de la vulnerabilidad de animales y seres humanos indefensos, pero también, de un medioambiente moribundo.
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[1] [3] Langbein, K. y Ehgartner, B. (2002). Las traiciones de la medicina. Barcelona: Robin Book
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Las opiniones aquí vertidas no representan la posición de la Oficina de Comunicación y Mercadeo y/o el Tecnológico de Costa Rica (TEC).