Por Erick F. Salas Acuña
Escuela de Idiomas y Ciencias Sociales
La libertad de expresión es un derecho protegido por ordenamientos jurídicos, tanto internaciones como nacionales, debido a su importancia para el sano debate democrático. No obstante, el simple hecho de contar con estos respaldos legales no basta para garantizar el ejercicio de expresarnos libremente sin limitaciones ni censuras. La historia está llena de ejemplos en los que, por causa de sus opiniones, muchas personas han sufrido persecución, encarcelamiento o muerte, lo que demuestra que la lucha por la defensa de este derecho no desaparece nunca, y que cada generación se enfrenta a nuevos retos para salvaguardarlo. En la actualidad, por ejemplo, hablar de este derecho supone considerar el papel que juegan los medios y tecnologías de comunicación digitales en la amplificación de los discursos del odio. Sin bien la expresión de ideas en contra de una persona o un grupo de personas por motivos relacionados con su raza, nacionalidad, etnicidad, religión, género, entre otras, no es un asunto nuevo, nadie puede negar el servicio que le brindan plataformas como las redes sociales a quienes -pese a los avances logrados en materia de justicia social- aún expresan este tipo de ideas y quieren difundirlas. ¿Hasta dónde la libertad de expresión significa permitir la circulación de estos mensajes? ¿Existen límites para el ejercicio de este derecho? ¿Cómo enfrentar el discurso del odio sin poner en peligro la libre expresión?
En su libro La libertad de expresión y por qué es tan importante (2022), Andrew Boyle defiende una idea que podría ser tan convincente como controvertida: la libertad de expresión implica reconocer el derecho de todas las personas de hablar con libertad, incluso cuando estemos abiertamente en desacuerdo con lo que expresen. Su posición supone un principio de libertad, anclado en ideales liberales, que considera cualquier forma de control sobre el discurso más como una amenaza para la cohesión social que como una manera de garantizarla. Por eso, cualquier concesión que se haga en este sentido solo puede resultar en el debilitamiento de este derecho al permitir formas de censura que pueden correr el riesgo de sentar un precedente para eventuales abusos por parte de quienes detentan el poder.
Para Boyle, por tanto, la mejor manera de defender este derecho es permitiendo la expresión de más -no menos- discurso. Incluso las malas ideas merecen atención en el entendido de que solo así estas pueden ser puestas a prueba, mientras que su prohibición solo hace que permanezcan al margen y proliferen en la clandestinidad. En este sentido, el control que pueda ejercerse sobre los discursos del odio, por ejemplo, no garantiza necesariamente su desaparición, sino que más bien limita la posibilidad de que estos puedan ser debatidos y puestos en evidencia. Según este autor, las ideas deben existir en una especie de mercado en el que todos los puntos de vista deben ser sometidos a examen con el fin de que sobrevivan solo aquellos que logran sostenerse por sus propios méritos, independientemente de quien los difunda. Después de todo, ¿es la libertad de expresión un derecho exclusivo para quienes comparten nuestras ideas?
La posición de Doyle, sin embargo, obvia al menos tres asuntos fundamentales. El primero tiene que ver con el hecho de que el mercado de ideas, al igual que el económico, es desigual. Es decir, no solo existen mensajes que no participan de mercado, o por lo menos no en las mismas condiciones, sino que además no todas las personas están en la capacidad de posicionarse críticamente frente a estos. Basta con pensar en el fenómeno de las noticias falsas para darse cuenta de que las malas ideas circulan más que las buenas, y de que las personas a veces no saben cómo diferenciarlas.
Un segundo asunto involucra el papel que juegan las emociones en la propagación del discurso del odio. Para muchas personas, sostener este tipo de creencias no se debe solo a un déficit de información -de lo contrario resultaría relativamente fácil lograr que alguien modificara sus creencias-, sino más bien a factores identitarios como su filiación política, religión o pertenencia a una tribu, los cuales responden a motivaciones, digamos, menos racionales. En este sentido, ¿cómo debatir cuando son los prejuicios los que determinan lo que pensamos y creemos?
Por último, no se puede obviar el hecho de que detrás del discurso del odio se encuentran las personas que experimentan el daño psicológico, moral y físico que este trae consigo. Por ende, permitir la libre circulación de estas ideas siempre implica el peligro de que calen en la sociedad, incluso antes de que sean puestas a prueba. Para Boyle, el tema aquí es que el discurso del odio no es la causa de que las personas sean racistas o xenofóbicas, por ejemplo. Para él las personas ya albergan estas actitudes y prejuicios, y el discurso del odio solo viene a exacerbarlos. De ahí que considere que la mejor manera de combatir estas ideas sea permitiendo que salgan a la luz. Sin embargo, se ha demostrado que el discurso del odio normaliza la violencia, por lo que jugar con esta posibilidad, cuando ya sabemos que la verdad no triunfa siempre, no deja de ser un gran riesgo.
Esto es parte de lo que analiza Caitlin Ring Carlson, en su libro El discurso del odio (2021), donde advierte acerca de la posibilidad de que la difusión de estas ideas, más que un síntoma del odio, como afirma Doyle, constituya su motor. Si bien ella comparte la misma preocupación en torno a la censura, también reconoce que el discurso del odio es parte de un problema estructural en el que los medios y tecnologías de comunicación sirven como plataformas para que algunos grupos ataquen a otros con el fin de reafirmar su posición privilegiada y así perpetuar las desigualdades existentes. Por esta razón, la autora también aborda la importancia de atender esta problemática desde la legalidad de estos discursos y la responsabilidad que tienen los medios en intentar minimizar la difusión de estas ideas.
Por supuesto, la pregunta aquí es, por un lado, quién se encarga de aplicar cualquier restricción que busque penalizar el discurso del odio y, por otro, cómo establecer límites razonables que no atenten contra la libre expresión. En los países en los que ya existen leyes al respecto (Canadá, por ejemplo), Ring explica cómo los estados se han inclinado a favor del derecho a la dignidad humana por encima del derecho a la libertad de expresión, lo que les ha permitido legislar bajo el principio de que este último no es absoluto, y que no puede usarse para menoscabar la dignidad de otros. El problema es que no todos los países están dispuestos a tomar este tipo de medidas. En Estados Unidos, por ejemplo, la primera enmienda defiende, por sobre todas las demás libertades, la libre expresión, lo que incluye al discurso de odio. Si bien existen límites para aquellos mensajes que incitan a la violencia o amenazan la integridad física de una persona, la falta de mayores prohibiciones en este sentido ha provocado que estas ideas hayan tenido mayor presencia en la web y, en múltiples ocasiones, preparado el terreno para la violencia.
Por su parte, dado el protagonismo que tienen las redes sociales en la reproducción del discurso del odio, algunos países les han exigido a estas compañías que tomen medidas para contenerlo. Como consecuencia, empresas como Facebook, Twitter y YouTube han puesto en práctica la moderación de contenidos mediante la revisión editorial, la detección automática por medio de algoritmos o inteligencia artificial, y la señalización comunitaria. El problema en este caso radica no solo en la falta de transparencia en cuanto a la normas que establecen estas empresas sobre este tema, y que varían entre una red social y otra, sino también en los posibles sesgos que pueden estar presentes entre quienes se encargan de editorializar los contenidos, por un lado, o de programar los algoritmos automáticos de detección, por otro. Incluso, en el caso de la señalización comunitaria, que es cuando los usuarios informan acerca de contenido sensible, existe una delgada línea entre el discurso del odio y lo que estos pueden interpretar por este.
Por esta razón, las acciones que tanto los estados como las compañías tecnológicas pueden realizar para luchar contra el discurso del odio deben ser tomadas con cautela. El temor de que los gobiernos puedan crear en políticas represivas que terminen por silenciar a sus críticos, o el riesgo de que sean empresas privadas las que se encarguen de mandar sobre lo que podemos decir o no, son asuntos que preocupan a quienes, como Doyle, están en contra de este tipo de medidas. Además, desde el punto de vista de la señalización comunitaria, también existe la posibilidad de que nuestro deseo de justicia pueda ser tal que termine por instaurar lo que ha venido a conocerse como cultura de la cancelación.
Sobre este último fenómeno, el libro de Constanza Rizzacasa d´Orsona La cultura de la cancelación en Estados Unidos (2022) realiza un análisis detallado de las implicaciones que puede tener nuestra obsesión por la corrección política. El tema es complejo y permea diversos espacios como la literatura, la universidad, el humor, la historia, el cine y el arte en general. Sin embargo, en todos los casos, el objetivo es el mismo: detener la circulación de aquellas ideas (sean presentes o pasadas) que contravienen las sensibilidades de hoy.
Sobre esto la autora reconoce el problema de que la diversidad de puntos de vista, lejos de constituir un valor, se vea con desconfianza. En este sentido, su posición se acerca a la de Doyle, en tanto reconoce que la prohibición de ideas tiene que ver más con un problema de intolerancia que de justicia. La cultura de la cancelación, por ejemplo, no busca el diálogo, es decir, no está interesada en debatir con quienes acusa de sostener ideas equivocadas; busca silenciar. Incluso cuando algunos grupos aseguran que lo que exigen es responsabilidad o rendición de cuentas por parte de quienes reproducen discursos en contra de otros colectivos vulnerables, lo que ocurre en realidad es una forma de castigo mediante la censura, con poco espacio para la redención.
De ahí que, para esta autora, la cultura de la cancelación tenga varias consecuencias asociadas. Una de ellas es producto de juzgar el pasado a la luz del presente, lo que ha significado en muchos casos que se retiren estatuas, desacrediten personajes históricos y se prohíban libros. El problema aquí radica en si es justo o no imponer valores actuales a productos culturales del pasado, sin considerar el contexto histórico en el que se insertan. Rizzacasa es categórica en afirmar que esto constituye un grave error, ya que los desaciertos del pasado, lejos de ocultarse, deben permanecer para que se les valore críticamente desde el presente.
El otro asunto que preocupa a los críticos de la cancelación se relaciona con la posibilidad de autocensura. El temor que se instaura frente al castigo de expresar ciertas ideas puede terminar por que las personas se inhiban de expresarlas en público, lo que las mantiene en la clandestinidad y puede generar una falsa idea de conformidad. Es decir, con la cancelación se cierran todas las posibilidades de diálogo, ya que las opciones se reducen solo a dos: el silencio o la censura. Por esta razón, entre las amenazas que existen a la libertad de expresión, la autocensura es quizás la más importante, justo porque viene de nosotros mismos.
Sobre esto último, la autora dedica una parte importante de su reflexión a las implicaciones de la autocensura en el ejercicio académico. Por ejemplo, advierte cómo en algunas universidades estadounidenses la cancelación ha llegado al punto de limitar la libertad de cátedra bajo la justificación de muchos estudiantes de que los campus deben ser “seguros”, en el entendido de que no deben sentir que sus creencias u opiniones se vean amenazadas por otros puntos de vista. Esto no solo constituye un problema para la libertad de expresión, sino que también representa un claro debilitamiento de la función humanista de la universidad, la cual reconoce en el valor de la diferencia un pilar fundamental para el pensamiento crítico y la convivencia democrática. Después de todo, recuerda Rizzacasa, el rol de la educación no es ser complaciente, sino poner a prueba nuestras creencias.
¿Qué hacer, entonces, con el discurso del odio? Los tres autores mencionados, si bien coinciden en el valor que le otorgan al derecho a la libertad de expresión, difieren en cuanto a las medidas que pueden adoptarse para combatir este fenómeno. Sabemos de los riesgos de la censura, y de lo que perdemos cuando estamos dispuestos a ceder nuestros derechos o parte de estos, pero la libertad de expresar lo que queramos no nos exime de la responsabilidad de lo que decimos. Sin embargo, más allá de las leyes que puedan promulgarse, y de la responsabilidad de exigirles a las plataformas que facilitan la difusión de estos discursos, la construcción de una cultura de paz se vislumbra como uno de los grandes retos en un contexto altamente polarizado por motivos políticos, religiosos o identitarios. En esto, la educación juega sin duda un papel fundamental, ya que puede brindar las herramientas para reducir la penetración de estas ideas. Para ello, eso sí, debe avanzarse en la construcción de un modelo educativo más humanista, secular y científico, que promueva el pensamiento crítico como una actitud para acercarnos a la realidad desde el razonamiento y la evidencia. Cultivar la disposición de debatir con quienes piensan distinto es un valor necesario para avanzar hacia una sociedad más justa, pacífica y equitativa. De lo contrario, siempre seremos vulnerables a los discursos del odio.
Referencias
- Doyle, A. (2022). La libertad de expresión y por qué esta tan importante. Alianza Editorial.
- Ring Carlson, C. (2021). El discurso del odio. Cátedra
- Rizzacasa d´Orsogna, C. (2022). La cultura de la cancelación en Estados Unidos. Alianza Editorial.