La envidia, la inmadurez, la absorción de una cultura burocrática institucionalizada, el celo profesional, los sesgos ideológicos moralmente buenos, la maldad, la testiculación polimórfica resentida etc., ocupan el lugar del placer de la discusión filosófica. Y si la hubiera, la discusión no estaría centrada en el entusiasmo por intercambiar puntos de vista filosóficos, sino en quién lleva la razón. De esta forma, la discusión filosófica se cristaliza y se pierde el valor hedónico de profundizar en ideas. El placer de filosofar queda reducido a una rigidez racional que busca anular la opinión del otro, la idea del otro. El placer es tóxico, y no pocas veces, bizarro: anular cualquier aporte que no se ajuste al propio sistema de creencias intelectuales, culturales, espirituales, artísticos, etc. La fluidez del diálogo filosófico se marchita. El deseo de externar una idea para abrir una discusión sana, se convierte en un momento de tensión: ¿Estaré o no diciendo lo correcto? ¿Molestaré con mi opinión? ¿Me castigarán en una votación secreta por mis aseveraciones políticamente incorrectas?
El valor de la racionalidad filosófica se pierde cuando creamos climas académicos tóxicos, donde expresar una idea no representa una oportunidad para discutir con inteligencia y entusiasmo, sino como un ataque. La argumentación filosófica desaparece en ambientes académicos deletéreos, donde una opinión se juzga no por la profundidad de su contenido, sino porque no se ajusta a cierto sistema de creencias dominante o hipócritamente normalizado o, peor aún, porque el emisor de la idea no nos agrada. Se anula el valor de la discusión filosófica en nombre de una estética del gusto facial o existencial. Luego, esta regresión umbilical inconsciente, la llamamos pomposamente racionalidad filosófica superior.
Ya no existen discusiones filosóficas inteligentes y amenas. En su lugar, muchos se lanzan a neutralizar las ideas que otros plantean, atrincherados en la falacia emocional de que se sienten irrespetados.
Esta infancia racional se apodera cada día más de los espacios académicos. Cualquier idea que se aparte de las ideologías moralmente correctas sostenidas por el rebaño, convierte de inmediato al otro en un reaccionario de derecha.
Vivimos en un momento histórico donde el entusiasmo por discutir filosóficamente se ha marchitado. Ahora lo que existe es un cierto temor de expresar ideas que pueden herir al pequeño filósofo huérfano.
Ahora, como respuesta a esta actitud tóxica, quizás podríamos recordar al viejo Epicuro, quien nos sugería que, con el amor a la verdadera filosofía, se podría resolver todo impulso perturbador y molesto. Con Epicuro podríamos aprender que el verdadero afecto hacia la discusión filosófica, puede ser motivo para dejar de lado todo intento de perturbarse o de molestarse por el hecho de que alguien piense diferente. Y si bien es cierto que para Epicuro el tesoro de la amistad era un medio sabio para alcanzar la dicha en la vida, no tenemos que intercambiarnos peluches ni chocolates en Navidad para sostener buenas conversaciones filosóficas. Nuestro concepto de sociabilidad es muy reducido y excluyendo. En el fondo, practicamos un cierto racismo afectivo. Pero, pese a esta carencia, nos gusta hablar de la importancia de contar con habilidades blandas en nuestras vidas profesionales. Sufrimos el trastorno del pastor lascivo: predicamos aquello que no podemos ni queremos practicar.
Finalmente, es importante mencionar que la discusión filosófica tiene otros espacios de negación. Este fenómeno pasa dentro de los salones de clases. Cuestionar hoy una idea es o puede ser peligroso. Discrepar de una idea o pedir mejores argumentos es interpretado como un ataque, como un irrespeto, como una transgresión… La libertad de cátedra filosófica es una fantasía. Expresar ideas filosóficas genuinas, puede costar una hipoteca… Sería divertido ver al viejo Sócrates inmerso en esta situación.
Desde luego, esto no se puede generalizar, porque en el salón de clases aún encontramos gran cantidad de universitarios o de estudiantes con actitudes emocionalmente positivas hacia el aprendizaje y las discusiones filosóficas, por más intempestivas que sean.
El psicólogo social Jonathan Haidt, junto a Greg Lukianoff (La transformación de la mente moderna, 2019), analizan la importancia de utilizar ciertas herramientas psicológicas (TCC) para detectar las distorsiones cognitivas comunes para minimizar el uso de razonamientos emocionales. Esto permitiría no ver el cuestionamiento de ideas o posiciones políticas como ataques que incomodan. Incomodar a otros con opiniones diferentes, no debe ser asumido como un peligro que amenaza la seguridad emocional.
Haidt y Lukianoff exponen una serie de casos extremos de los peligros de este razonamiento emocional. Por ejemplo, cuando grupos de estudiantes exigen la renuncia de un funcionario o impiden que un orador ingrese al campus universitario. En algunas universidades norteamericanas, si un orador, con el planteamiento de sus ideas, puede incomodar, molestar o enfadar a algunos estudiantes, entonces se le veta la entrada al campus universitario, porque representa un peligro emocional para ellos. Si las autoridades u organizadores no rescinden la invitación, entonces la comunidad estudiantil amenaza con ejercer violencia para que el orador no exprese sus ideas… El razonamiento emocional de fondo, para cualquier caso que se interprete como amenaza o peligro emocional, se sintetiza en las palabras de esta persona universitaria en formación: “¡No se trata de crear un espacio intelectual! ¡No es eso! ¡Se trata de crear un hogar aquí [en la universidad]!”.
Al respecto, como dice Gad Saad (La mente parasitaria, 2020), lo que está pasando en nuestras universidades es que, lo que una vez fueron centros de desarrollo intelectual, ahora son refugios para la seguridad emocional. Ya las universidades no buscan la verdad, sino mimar los sentimientos heridos.
El peligro de esta cultura emocional tóxica cosiste en que, al no ponerle límites racionales y razonables, van a trasformar el sentido común, en sinsentido común obligatorio. Al escribir estas líneas, recordé a Molotov: “Si le das más poder al poder/ Más duro te van a venir a coger”.
Quisiera reproducir una cita que hacen Haidt y Lukianoff de Hanna Holborn Gray, quien ocupara el puesto de profesora en la Universidad de Chicago: “La intención de la educación no debería ser hacer sentir cómoda a la gente; su propósito es hacerle pensar” ¿Cuándo olvidamos esto? O más bien, ¿por qué queremos olvidarlo?
La idea de Holborn también se puede aplicar a los pasillos institucionales universitarios, moralmente correctos… En este sentido, la intención de las discusiones filosóficas no es provocar el florecimiento de feromonas de amor, sino hacernos reflexionar de una forma civilizada. Pero creo que nos está ganando el razonamiento emocional. Y, por otra parte, estamos cristalizando la filosofía. La fluidez de la discusión cordial se disipa en nombre de un blindaje emocional extraño: rechazar cualquier idea si no se ajusta a nuestro sistema dogmático de creencias o, rechazar cualquier idea si no sentimos atracción existencial hacia el otro.
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