Por: Erick F. Salas Acuña,
Escuela de Idiomas y Ciencias Sociales
Desde 1995, cada 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, fecha simbólica establecida por la UNESCO que coincide con el fallecimiento de Miguel de Cervantes, Garcilaso de la Vega y William Shakespeare. Alrededor del mundo, se organizan ventas, presentaciones, intercambios y liberaciones de libros, entre otras actividades, que buscan apoyar la tarea de promover autores y fomentar el placer por la lectura, una labor que siempre nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con los libros.
Pero ¿Cómo se forma un lector? Frecuentemente, quienes defendemos la lectura como una actividad que vale la pena cultivar nos hemos enfrentado a esta pregunta. Mucho se ha investigado y escrito al respecto, al punto de que ya contamos con algunas certezas, como el hecho de que las lecturas de la infancia son determinantes, o de que la presencia de libros en el hogar y, en el mejor de los casos, la influencia de padres lectores incide positivamente en la actitud de los niños hacia esta.
Sin embargo, muy a pesar de estos factores, lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que termina por influir en que una persona en un momento determinado desarrolle el gusto por esta actividad. De ahí que responder a esa pregunta no sea una tarea fácil. Y es la razón por la cual, en lugar de intentar una respuesta llena de lugares comunes, voy a referirme en esta ocasión a algunas circunstancias que influyeron en mi formación como lector.
Lo primero que debo decir es que yo no heredé una biblioteca, como suelen empezar muchas historias de lectores. En mi casa los únicos textos que recuerdo cuando crecía eran los de Escuela para Todos. Fue a través de aquellos cuentos, curiosidades, adivinanzas y chistes (algunos de los que incluso hoy puedo recordar) que aprendí a desarrollar el gusto por la lectura. Por eso mi aprecio y admiración por esta publicación. La deuda que tenemos muchos de los que crecimos en regiones rurales con estos libros es algo difícil de demostrar, pero me atrevo a decir que pocas publicaciones han tenido tal impacto.
Por lo tanto, fui alguien que conoció la literatura a través de las lecturas del MEP, tomando prestado los ejemplares de la humilde biblioteca del colegio o leyendo fotocopias. De todas estas lecturas, hay una que tiene especial importancia para mí: Marcos Ramírez de Carlos Luis Fallas. No solo fue la primera novela que me leí por completo, cuando cursaba el séptimo grado, sino que además se convirtió en ese libro que influiría definitivamente en mi interés por la literatura. Todo lector tiene un libro así, con el que estableció una conexión especial que resulta difícil de explicar, pero que fue clave en su formación porque le mostró algo que habita en la literatura y que lo marca para siempre. En mi caso, en las aventuras y desventuras de aquel muchacho, pude reconocer mi infancia rural, mis amigos, mi familia, parte de una experiencia vital que no creía digna de valor estético, hasta ese momento.
Con el ingreso a la UCR, empezaron las primeras lecturas en los cursos de la Escuela de Estudios Generales, a los que muchos debemos una serie de textos trascendentales. Ahí recuerdo haber leído, por ejemplo, Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Como agua para chocolate, de Laura Esquivel; Desde el jardín, de Jenry Kosinsky, entre otras novelas, cuentos y ensayos. Uno de mis compañeros de residencia durante estos primeros años universitarios, un estudiante de ingeniería que había leído Cien años de soledad en uno de estos cursos, había quedado tan fascinado por esta historia que el mismo reconocía que esta novela había cambiado su actitud hacia la literatura. Fue él quien me recomendó nuevos autores y con quien sostuve mis primeras conversaciones sobre literatura.
Durante esa época como estudiante, recuerdo que comprar un libro me obligaba a valorar su precio en función de cuántos almuerzos representaba su valor. Como alguien de bajos recursos que pudo estudiar en la universidad gracias a una beca, era obvio que la mayoría de las veces desistiera de la compra y optara por comer. Las pocas ocasiones en que cedí a la tentación, consciente del sacrificio que aquello implicaba, debo confesar que no podía dejar de sentirme un poco culpable.
Quizá es por esa razón que recuerdo el primer libro que compré. Estaba en mi primer año de universidad, y recién salía de un curso en la Escuela de Estudios Generales. En el corredor de la primera planta, cerca de la soda, alguien tenía una pequeña exposición de libros para la venta. Los repasé uno por uno. Reconocí a algunos autores, a otros no. Vi precios y comparé. Al final, me decidí por el más barato. Se trataba de La metamorfosis de Franz Kafka. El precio: mil colones, o lo equivalente a un almuerzo en aquel entonces. Pagué, metí el libro en mi mochila y me sentí culpable pero feliz (no en vano Jorge Luis Borges decía que la lectura era una forma de la felicidad). Fue así como leí a Kafka a mis 19 años, quien luego se convertiría en uno de mis autores más admirados.
Sin embargo, nada tan importante como mi encuentro con la Biblioteca Carlos Monge Alfaro. Para alguien que tuvo pocos libros a su disposición cuando crecía, contar ahora con este beneficio no era poca cosa. Poco a poco se convertiría en mi lugar más visitado. Empecé a leer con afán cuantitativo. Más que entender, me interesaba acumular lecturas. Apenas terminaba un libro y ya empezaba otro, sin darme tiempo para reflexionar sobre lo que leía. Llegué a leer incluso varios libros al mismo tiempo, motivado por una voracidad enciclopedista nacida de una urgencia de alcanzar a quienes me llevaban la delantera. Sentía que había llegado tarde a una carrera y que ahora me tocaba doblar el paso. Nada menos realista, por supuesto. Muchas lecturas después, me daría cuenta de que, más que leer más, importa leer bien y, leyendo a Jorge Luis Borges luego comprendería incluso que, más que leer, hay que releer. Pero la trascendencia de la Biblioteca Carlos Monge Alfaro en mi formación lectora es innegable, como sé que también lo fue para muchos otros estudiantes de escasos recursos que dependían del préstamo de libros para poder estudiar. Porque, bueno, los libros son caros, y sin estos beneficios o las fotocopias muchos no habríamos podido estudiar.
No hace mucho un estudiante me preguntaba al final de una de mis clases cómo podía hacer para que le gustara leer por placer, por lo que me vi en la necesidad de ofrecer una vez más -no es la primera vez que me hacen esta pregunta- una sugerencia razonable a su consulta. Recuerdo que le sugerí algunos libros y autores que podrían interesarle. Le recomendé que leyera sin prisa, procurando reflexionar y sentir -sobre todo sentir- lo que leía. También le advertí que fuera paciente: como todo hábito, leer requiere disposición, concentración y práctica. Pero, en especial, le dije que frecuentara otros lectores y lugares dedicados a la promoción de la lectura (librerías, bibliotecas, etc.) porque lo cierto es que el amor a los libros solo puede transmitirse por contagio.
Con todo, cada lector tiene su historia particular con la lectura. En mi caso, no hay duda de que, en retrospectiva, todas estas experiencias contribuyeron, de alguna u otra manera, a cultivar mi interés por esta actividad. Por eso, en esta ocasión, más que intentar una respuesta a la pregunta planteada al inicio de este escrito, solo he querido rendir tributo a las circunstancias que en algún momento sumaron para hacer de la lectura una parte importante de mi vida.
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