Recién regreso a la presencialidad luego de dos años de educación remota. Como muchos, he esperado este momento desde que todo esto empezó. Como muchos, también he renegado del teletrabajo, del aislamiento, de los problemas de conectividad, y de lo frustrante y poco gratificante que puede ser dar clases frente a una computadora con nombres de estudiantes en un fondo negro. ¿Los estudiantes? Ellos también experimentaron su cuota de dificultades. No es fácil estudiar cuando el equipo o el ambiente no es propicio. Tener que mantener la atención por largos períodos de tiempo ya era difícil en el aula, y resultó ser peor frente a una computadora.
Con todo, dos años después de que esto iniciara, ya habíamos aprendido a aceptar con cierta resignación la nueva virtualidad. Echamos mano de la tecnología –algunos con mayor resistencia que otros– y al hacerlo fuimos aprendiendo a utilizar más y mejores herramientas tecnológicas. Casi sin darnos cuenta, participamos de una transformación educativa que augura un modelo de enseñanza potencializado por el uso del internet –siempre y cuando se superen las brechas en el acceso y la calidad a este bien que aún persiste en muchas regiones del país claro está–.
Sin embargo, el regreso a la presencialidad todavía se vislumbraba como el lugar al que ansiábamos volver. Lo extrañábamos y apreciábamos más que antes, aun cuando estábamos dispuestos a reconocer las ventajas de la educación virtual. Por eso, la noticia del retorno a la presencialidad –aunque con mascarilla y protocolos de por medio– fue esperanzadora tanto para estudiantes como docentes. Después de todo, volver al campus significaba no solo regresar a las aulas, sino también a los pasillos, a la biblioteca, al comedor, a las actividades presenciales, a los espacios compartidos donde se vive y construye el verdadero sentido de la universidad.
Quienes ya hemos tenido la suerte de pasar por un campus universitario estaremos de acuerdo en que la formación que recibimos en las aulas se ve complementada por lo que ocurre fuera de ella. En la interacción con nuestros compañeros y profesores, en las actividades a las que asistimos y en las personas que conocemos, se encuentra un aprendizaje que resulta tan importante como los conocimientos técnicos. No hay que olvidar que la universidad no es solo un centro de capacitación profesional, sino un espacio –quizás uno de los últimos– para la construcción de una esfera pública y el ejercicio de una ciudadanía libre, crítica y comprometida con la sociedad. Desde mi punto de vista, esto es algo de lo que recuperamos con la presencialidad.
Pero ¿qué significa volver a la presencialidad después de la educación remota? Sí algo fue notable durante estos últimos dos años fue la preocupación por las implicaciones de esta modalidad educativa en el desempeño de los docentes y estudiantes. El tema fue objeto de foros, conferencias, congresos, artículos académicos y trabajos de investigación que desde distintos enfoques buscaban comprender un fenómeno sin precedentes, que amenazaba la calidad de la enseñanza y la permanencia de muchos estudiantes en el sistema educativo. Sin embargo, poco o nada se ha dicho aún sobre lo que significa el regreso a la presencialidad luego de la educación remota.
Más allá del uso de la mascarilla y del seguimiento de las medidas sanitarias para contener los contagios en las aulas, las lecciones aprendidas durante este tiempo parecerían ser suficientes para imaginar una práctica docente desde nuevos posicionamientos –sobre todo metodológicos– que enriquezcan los procesos de enseñanza en el aula. Después de todo, si algo nos mostró la educación virtual, además de lo que ganamos con la incorporación de las tecnologías a los procesos de mediación pedagógica, fue el papel determinante que el factor humano juega en el aprendizaje. De ahí que esta experiencia también signifique una oportunidad para repensar la educación como una experiencia colectiva, y no como una tarea aislada e individualizada.
Sin duda, una las dimensiones más importantes que nos devuelve la presencialidad es la conciencia acerca del hecho de que la acción educativa no pasa solo por lo cognitivo, sino también por lo corporal. Esto, aunque por mucho tiempo haya recibido poca atención por parte de los especialistas, fue muy evidente durante la educación remota, en la que el proceso formativo se vio forzado a ponderar lo intelectual por sobre todo lo demás. De pronto, nos dimos cuenta de que el cuerpo era algo más que un mero sustrato biológico con pocas implicaciones en el ámbito educativo. Es a través de este que definimos nuestra presencia en el mundo, establecemos relaciones con los demás y participamos de la vida social en su conjunto. Y, en este sentido, es innegable su importancia dentro del proceso de enseñanza aprendizaje.
La investigación educativa, sin embargo, ha prestado poca atención al estudio de la dimensión corporal. Históricamente, si algo ha existido es una pretendida separación entre esta y lo que se considera el verdadero fin de la educación: el cultivo de la razón. No es hasta hace poco que hemos empezado a superar esta falsa dicotomía para otorgarle al cuerpo un lugar en los procesos formativos. La importancia de estas nuevas aproximaciones consiste en visibilizar una dimensión que, si bien siempre ha estado presente, ha sido desdeñada por pedagogías ancladas a una tradición que supone la supremacía de la razón sobre el cuerpo. Desafortunadamente, este ha sido uno de los rasgos característicos del sistema educativo hasta el momento.
Por eso, el regreso a la presencialidad después de la educación remota representa también una oportunidad para volver a las aulas desde una perspectiva más amplia que revalorice el lugar de la corporalidad en el proceso de aprendizaje. Con esto me refiero a la posibilidad de repensar la práctica educativa desde el componente humano, desde lo que significa el aula como espacio de interacción, comunicación y encuentro con el otro. Insisto, volver a una presencialidad en los mismos términos con que la asumíamos antes de la pandemia, sin tomar en cuenta lo aprendido durante estos años, sin haber aprendido a reconocer que el ser humano es el centro de la práctica educativa, y que por eso mismo tenemos la obligación de reivindicarlo, es perder una oportunidad para imaginar pedagogías que respondan de mejor manera a las posibilidades que nos ofrece –si se me permite– una nueva presencialidad.
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