Hemos legitimado una práctica cultural hostil en contra de los perros que albergamos en nuestros hogares: mantenerlos encadenados, como si estuvieran purgando una sentencia. Los hemos convertido en animales víctimas de compañía.
¿Y cómo llegamos a esta práctica cultural? La moral emerge de la costumbre. La moral es el resultado de nuestras prácticas culturales. Estas determinan, en gran medida, lo que es moralmente aceptable o no en sociedad.
Cuando se legitima una práctica cultural, se normaliza la moral. La práctica social y cultural normaliza las acciones morales. Este sistema de creencias justifica las acciones. Surge así la moral aceptable, la moral buena.
¿Y por qué esto podría ser, a la vez, un problema social? Porque en la legitimación de una práctica cultural no se percibe error alguno, sino que se considera moralmente buena o aceptable. Cuando se normaliza una práctica cultural, pese a ser dañina, es difícil erradicarla. Cualquier juicio ético que se formule sobre estos sistemas de creencias, es o puede ser, ofensivo y desde luego, moralmente inaceptable…
Este es uno de los serios problemas que tiene el relativismo cultural. No obstante, si bien es cierto que el relativismo cultural desafía la aspiración filosófica de sostener verdades universales en ética, es importante señalar que la relatividad moral surge por la interpretación de un sistema de creencias, pero de este desacuerdo en la interpretación no se sigue la imposibilidad de establecer enunciados éticos verdaderos. El desacuerdo no implica relatividad ética. Y por este motivo, el relativismo cultural no es un argumento tan consistente. Es plausible elaborar conceptualmente enunciados éticos verdaderos… Pero especialmente, elaborar éticas que puedan provocar cambios en la experiencia moral cotidiana.
En nuestro país, mantener perros encadenados o amarrados es una práctica cultural. De acuerdo con el particular sistema de creencias de una comunidad o de una familia, este hecho ni siquiera merece una valoración moral. Un perro encadenado o amarrado es la normalidad.
Pero esta normalidad cultural de mantener perros encadenados, tiene que cambiar. Es necesario provocar un giro cultural en relación con este hecho normalizado. Muchos de estos animales, desde pequeños, son condenados, sin saber por qué, a vivir entre cadenas. Viven sujetos a un mecate, a una soga, a una cadena. Amanecen y anochecen amarrados y llegarán al final de sus vidas en esta dolorosa situación. No nos detenemos a pensar el daño físico y emocional que les estamos provocando.
Mantener perros amarrados es una práctica cultural hostil, cruel, perversa. Privamos la libertad de unos seres indefensos y los sometemos a un permanente castigo físico y emocional. Hemos normalizado el sufrimiento de los animales de compañía y estamos heredando este maligno tumor moral a nuestras futuras generaciones.
En muchos hogares, la vida transcurre humanamente normal: niños, adolescentes, adultos conviviendo felices, sin siquiera considerar que el ser que está ahí afuera, encadenado, experimenta el equivalente a nuestras emociones y sentimientos.
El concepto de bienestar animal está mal enfocado. No es bienestar para un perro pasar la vida en un cuarto de pila, como tampoco amarrado en el patio de la casa, con una taza de agua sucia y algún alimento al día. La adecuada alimentación y el responsable control veterinario son elementos básicos. Sin embargo, el bienestar animal implica también el trato emocional: los perros son sensibles a las caricias, a los juegos y necesitan realizar paseos o caminatas diarias. Los animales de compañía tienen una importante capacidad afectiva y un mundo emocional que silenciamos a diario.
Somos herederos de un sesgado y obsoleto paradigma antropocentrista que multiplica la indiferencia hacia los animales que sufren. Nuestra negligencia cultural convierte a los perros en víctimas de compañía, en lugar de animales de compañía bien tratados.
Son muchos los problemas sociales que tenemos que resolver. El problema social del maltrato hacia los animales de compañía es uno más. Se trata de un problema social culturalmente silenciado y, por lo tanto, una tarea ética que enfrentar.
Asumir un compromiso ético con nuestras actividades profesionales, podría provocar un giro en la forma como actuamos en sociedad. Para eso, sería importante considerar la ética como un campo de acción. Asumir la ética como un campo de acción, implica aceptar el hecho de que tenemos serias limitaciones para poder resolver muchos de los problemas sociales que enfrentamos. No obstante, hay situaciones en las que sí podemos actuar. Cada uno tiene un campo de acción que puede, de alguna forma, controlar. Un campo de acción que puede intervenir. Todos podemos mejorar una esquina de este mundo. Lo único que se requiere es voluntad de acción ética.
La ética como un campo de acción se inclina por la singularidad y no por la universalidad. Intentar crear éticas universales es un excelente ejercicio intelectual. Pero la producción de éticas intelectuales no se enfrenta con los problemas sociales reales. Parecen más indulgencias o confesiones religiosas: solo engañan la conciencia y justifican la vida académica, mientras que las cosas continúan en su estado natural.
Emprender un proyecto educativo a favor de los animales que son víctimas de compañía es una tarea ética que todos podemos asumir: niños, adolescentes, adultos. Podemos involucrarnos en las comunidades a través de pequeñas asociaciones, en las escuelas, en los colegios. También podemos hacerlo de forma individual. Lo que importa es la acción.
Es urgente intervenir en los sistemas de creencias que despliegan prácticas culturales negativas y victimizan a los animales de compañía. Es importante educar en nuevas prácticas culturales y promover una ética de la sensibilidad emocional que enseñe a niños, a adolescentes y a adultos a percibir la vida de los animales como seres susceptibles de experimentar emociones y comunicar sentimientos. Se trata de modificar la moral de la indiferencia a través de una ética que promueva un giro cultural en relación con la forma como nos relacionamos con los animales no humanos. Los perros de compañía no tienen por qué pasar su vida amarrados. Estos animales ocupan libertad de movimiento, como usted, como yo. No tienen por qué sufrir una condena.
Podemos asumir el bienestar animal como un proyecto colectivo. Ocupamos implementar herramientas educativas que motiven un giro cultural en nuestra sociedad en relación con las diferentes formas en las que se da el maltrato hacia los animales de compañía. Con un poco de educación ética podríamos lograr una ortodoncia moral y cultural en las personas que son insensibles ante el sufrimiento de los animales no humanos, y específicamente, ante el sufrimiento que experimentan los perros que transcurren su vida atados de un mecate, en alguna esquina, de algo que llamamos hogar.
Ahora bien, podríamos preguntarnos. ¿Instituciones públicas destinadas para este fin? Claro, las hay. ¿Funcionarios públicos que reciben un salario para llevar a cabo estrategias para intervenir a favor de los animales de compañía que son víctimas de crueldad humana? Claro, por supuesto. Pero la burocracia moral es su forma de vida, su sistema de creencias. Devengar un salario es el campo de acción que los mueve, pero no generar cambios positivos a favor de los animales que son víctimas de maltrato y crueldad. Esto, por cierto, también se aplica a otras actividades burocráticas…
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